Toca el suelo, y la arena se le escapa entre los
dedos. No se imagina que el mundo pueda ser de otra manera. Es un niño, pero
los niños también piensan. No necesita cubo, ni pala ni rastrillo, le basta con
la arena. Nunca le gustó ver como algo tan puro como la arena que pisaba y le
bailaba, etérea, entre los dedos podía estar encerrado en una cárcel de
plástico con un asa. Una forma de arrastrarla a un lugar en el que no quería
estar, pues la arena escoge el lugar donde desea estar.
Es el agua el que le acaricia los pies. Está fría,
pero no le importa: alguna vez oyó a algún mayor decir que el agua fría era
buena, aunque no sabría decir por qué. La caricia le fue correspondida al mar,
al fin y al cabo era ella la que le había logrado un bonito castillo de
aislamiento de los otros críos, que por alguna razón que no entendía le
despreciaban tanto como él a ellos. Al menos él sabía por qué les odiaba.
Entre la arena y el mar se sentía cómodo. La orilla
de la playa estaba lejos, un hueco en las altas rocas le habían dejado
recostarse en una pequeña isla en la que no tenía que ver, ni oír, ni pensar
(aunque esto último siguiese haciéndolo) más de lo necesario. La mar no le
traicionaba, ningún otro niño se alejaba tanto de la caliente toalla paternal
como para ir a buscarlo más allá de la orilla.
El tiempo pasaba, y notaba como hasta el sol deseaba
alejarse de él. Mejor, así no tendría que encajar su desaprobación. Pero ahora
era la mar quien se alejaba, y ella nunca lo había traicionado. Su isla crecía
a cada paso del sol, y la tarde empezaba a bostezar rayos tristes. La arena se
secaba, y el mundo empezaba a hacerse más y más grande. La mar se despedía de
las rocas, y su isla volvía a ser una parte más de los senos de la playa. La
orilla de todos los demás.
Pasó un tiempo viendo como la mar se alejaba, con un
siseo que oía pero que aun no era capaz de escuchar. Una niña se le acercó y se
puso a hacer un castillo de arena a sus rodillas. Se sorprendió mirando
fijamente al castillo, una creación perfecta, quizá la arena fuese mejor libre,
pero que hermosa podía ser en las manos de aquella criatura. Empezó a ver la
belleza de no respetar la pureza, de romper el silencio, de colorear las
páginas en blanco que te otorga el universo.
La niña le miró y él respondió a su mirada con un
gesto de sorpresa. La niña le ofreció su cubo y sin querer darse cuenta ya lo
tenía entre sus manos. Ella lo llevó hacia la arena mojada, al lugar al que no
deseaba ir y en el que se sentía mejor que nunca. Lo llevó al lugar al que te
llevan las mujeres.
«Parece que nunca puedo quedarme a solas en mi
propia isla», pensó el niño, «la mar siempre tiene otros planes para mí.».